La corrupción reviste, sin duda, destacada gravedad. No solo en España. También en Italia, en Francia, en Alemania, en otros muchos países europeos el tsunami corruptor azota los flancos de las democracias pluralistas.

En España, sin embargo, no es el principal mal que zarandea a nuestra vida pública. Tras los escarceos iniciales de los años setenta, la mediocridad se ha instalado como eje vertebrador de la clase política española. Son muchos los que, en lugar de estudiar y trabajar, se inscriben en un partido político para medrar sin dar golpe. Casi nadie sale defraudado. Los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación, disponen de suculentos presupuestos alimentados con dinero público y extienden sus redes por toda la geografía nacional. La partitocracia es un hecho y

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