Jamás he tenido nada en contra de los elfos, salvo la objetiva recomendación de un cirujano plástico para las orejas. En el colegio, me gustaba comentar «El señor de los anillos» en el patio del recreo, ese lugar en el que uno aprende que la libertad también está rodeada de muros. Varios colegas leíamos a Tolkien al mismo tiempo y comentábamos con desenfado la mutua convicción de que Mordor no resultaba un lugar más desapacible que la clase de matemáticas.
En esa época aún no habíamos confundido los principios con el dinero, como a tantos les sucedería después, y el paso continuado de las horas no alcanzaba a herir nuestro sentido de la eternidad. Eran los días en que uno iba abriéndose al territorio virgen de la imaginación, la propia y la ajena, aunque todavía nos quedaba el impulso