Lejos del mar, en la frontera argelina, sobreviven miles de niños y niñas saharauis en campamentos de refugiados levantados sobre una de las tierras más inhóspitas del desierto del Sáhara. Allí, donde no hay árboles ni palomas, la vida se abre paso entre temperaturas que alcanzan los 55 o 60 grados en verano, agua contaminada y una dieta pobre en proteínas y vitaminas que depende casi por completo de una ayuda internacional que llega tarde, deteriorada o, a veces, no llega.
En esos frágiles cuerpos, marcados por los parásitos y la escasez, todavía queda espacio para el juego. Con latas vacías convertidas en improvisados juguetes y con el árabe y el español como lenguas de identidad, los pequeños saharauis crecen entre la adversidad y la esperanza. El proyecto que les devuelve la ilusión