Debo confesar que nunca fui que digamos un fan irreductible de Tepoztlán. A diferencia de algunos de mis compañeros de andanzas en la juventud y la primera madurez, y de sus familias más o menos acomodadas, nunca me convencí de que es algo así como un pueblito suizo o italiano coquetamente aderezado con usos y costumbres mega ancestrales que potencian su encanto.
Lejos de ello, siempre me pareció que había: 1) demasiada propensión antropológica a la invasión de tierras, con argumentos chantajistas de naturaleza ejidal y comunitaria, lo que sea que eso signifique; 2) un exceso de “hoteles boutique” de 7 mil pesos la noche a cambio de baños a jicarazos, pisos de tierra y –lo peor– temazcales; 3) restaurantes malísimos y llenos de “productos locales” muy difíciles de masticar, y 4) muchos ji