La muerte, compañera implacable, acepta múltiples adjetivaciones. Puede ser serena, injusta, sorpresiva, prematura. Cada uno adornará la personal o ajena mortaja con temores propios o heredados, pero para algunas personas, el fin de la existencia no es más que un ritual de la cotidianeidad.
Es lo que le sucedía a Leopoldo, parte del Cuerpo Médico Forense, que desentrañaba los misterios de la vida a partir de la exploración de su ausencia. Los cuerpos que llegaban para las autopsias tenían un nombre y una crónica, pero en ese instante, la causa que los llevaba hasta la morgue era lo significativo. El compromiso de Leopoldo consistía en responder la más imperativa de las preguntas: “¿por qué?”.
Hace más de cuatro décadas este médico no pudo contestar del todo ese interrogante.
Incómodo y