La técnica digital -sobre todo los desarrollos de última generación- nos están quitando la alegría de ver a otras personas haciendo cosas que parecen imposibles y que nos llenan de admiración
Este fin de semana he ido al circo. Hacía mucho que no disfrutaba de un espectáculo circense, a pesar de lo que siempre me ha gustado, y he vuelto a darme cuenta de por qué me hace tan feliz.
En el mundo en el que nos desenvolvemos hoy en día, casi todos los espectáculos tienen mucho de “falso”: la técnica hace posibles muchas cosas que antes habrían parecido mágicas o milagrosas. Vemos animales parlantes, gente que vuela, actores que sobreviven a una explosión, que corren por encima de un tren en marcha o recorren los espacios siderales; vemos cambios de rostro, de tiempo, de espacio, presenciamos cualquier cosa que se nos haya podido ocurrir o que nunca se nos hubiera ocurrido, pero que ahora nos ofrece la imaginación de otras personas. Tenemos mundos en el bolsillo, a través de nuestro móvil o nuestra tableta. Participamos en juegos terriblemente peligrosos desde nuestro sillón anatómico, nos enfrentamos a hordas de zombis, matamos toda clase de enemigos, cambiamos de avatar como de camisa… nunca ha habido tantas realidades como en este momento, pero son realidades falsas, inventadas, creadas, siempre repetibles, perfectas porque no se publican hasta que lo son y, una vez hechas públicas, se mantienen exactamente igual una vez tras otra.
A mí lo que me gusta tanto del circo -y del teatro, de un concierto, de una exhibición de parkour, de los monologuistas, por poner otros ejemplos- es que es algo que se desarrolla directamente frente a mis ojos en la misma realidad que compartimos el público y los artistas. Me gusta que son personas a la vez normales y extraordinarias que están ofreciéndonos lo mejor que tienen en tiempo real, que puede haber fallos, que puede haber pequeños accidentes, que cada función es distinta de la anterior y de la siguiente. Me gusta su concentración antes de empezar, me gusta verlos respirar acalorados después de su número, me gustan sus sonrisas de satisfacción y de orgullo cuando todo ha salido bien y el público aplaude agradecido. Me encanta que no es competitivo, que cada uno hace lo que mejor sabe hacer y cada número es único y se cierra en sí mismo, proporcionándonos la alegría de haber visto algo muy difícil muy bien ejecutado.
Supongo que es lo que a otras personas les pasa con el fútbol o con el deporte en general: esa enorme energía que se desprende de lo que está sucediendo en directo en el campo, en la cancha, en la pista. Pero en esos casos casi siempre se trata de que ganen unos y pierdan otros y eso, a mí, me quita bastante la alegría. Se me puede llamar cursi, claro, pero también se me puede llamar empática: prefiero emocionarme y reírme y disfrutar sin tener que llevar la cuenta de quién ha hecho esto o aquello un poco mejor o un poco peor que el otro deportista o el otro equipo. Encuentro algo ridículo que un eslalon se gane o se pierda por unas centésimas de segundo. Si no tuviéramos máquinas tan horriblemente precisas, tendríamos que declarar vencedores a dos, o a tres o a cuatro.
La técnica digital -sobre todo los desarrollos de última generación- nos están quitando la alegría de ver a otras personas haciendo cosas que parecen imposibles y que nos llenan de admiración. Como dice Günther Paal, “Gunkel”, un excelente monologuista austriaco: “Es estupendo darse cuenta de que uno pertenece a una especie en la que eso es posible”, cuando ves a una contorsionista, un trapecista, una malabarista, un prestidigitador…
Me gusta el cine, disfruto de las grandes películas de acción y efectos especiales, pero cuando salgo de una buena obra de teatro, de un gran concierto, de una función de circo bien hecha y presentada, no puedo evitar sentirme conectada con todos los hombres y mujeres que vivieron antes que yo y que, igual que yo ahora, quedaron boquiabiertos ante la fuerza, la gracia, la flexibilidad, la valentía de los artistas circenses. El circo aún tiene ecos de los juegos de los pueblos clásicos antiguos, de los juglares y las juglaresas que ponían una chispa de alegría en la miserable vida de los campesinos medievales, de los salones dieciochescos, de las fiestas galantes, de esa forma de concebir la magia que resulta tan necesaria en la vida. Y pienso en los maravillosos relatos de Ray Bradbury que, a través de la palabra escrita, nos acercan aún más la magia, esa magia un poco polvorienta en la que destellan unas lentejuelas en medio de la penumbra violeta de una carpa mientras se mece un trapecio sobre nuestras cabezas y la música lo va invadiendo todo.
Creo que debemos apoyar los espectáculos en directo, donde muchas personas trabajan en vivo para hacernos disfrutar, donde no todo es perfecto, donde tenemos que abrir mucho los ojos para poder grabar en nuestra memoria todo lo que queramos conservar.
La carpa estaba llena de adultos y de niños y, para mi sorpresa y alegría, solo un puñado de personas estuvieron grabando el espectáculo con el móvil. La inmensa mayoría se limitaba a seguirlo sin más, a reírse con los payasos, a admirar la precisión y la gracia de los artistas, a disfrutar de los trajes y los bailes y la música. De hecho, es la primera vez que no había un mar de móviles grabándolo todo como sucedía hace unos años. Quizá estemos aprendiendo. Quizá hayamos empezado a darnos cuenta de que una de las cosas que hacen tan valiosa la realidad es que sucede en el tiempo, que no es repetible, que no sirve de nada tener enlatada esa función de circo porque -además de que no conozco a nadie que luego dedique dos horas a volverla a ver- en esa pequeña grabación de móvil no están el olor a palomitas, ni el sabor rosado de las nubes de algodón de azúcar, ni el dulce peso de tu hijo, tu sobrina o tu nieto sobre las rodillas, ni las miradas que cruzas, cómplice, con los demás adultos mientras todos recordamos otras funciones en las que los niños éramos nosotros.
En uno de los momentos más graciosos del número de los payasos ha sonado una canción en español, una canción de los “payasos de la tele” de mi infancia y juventud y, de pronto, el circo austriaco se ha convertido en una máquina del tiempo y he vuelto a sentirme pequeña, emocionada, deslumbrada por el brillo y las luces y la música de fiesta, en una carpa instalada en mi pueblo, con mi hermana y mi primo, mis padres, mis tíos y mis abuelos. Esa es la magia. La de verdad, la que hay que preservar y en la que hay que introducir a las siguientes generaciones para que no crezcan manejados por los algoritmos, asustados por lo que pasa en las redes, viendo una y otra vez las mismas tramas.
Hay que llevarlos al circo. Entre otras cosas porque es una gran escuela del “sense of wonder”, ese sentido del asombro del que se habla en la ciencia ficción y que tan importante es cultivar en las personas porque, si no se tiene, aparecen ese aburrimiento vital que tanto daño está haciendo, las depresiones, la falta de entusiasmo. Hay que ofrecer a los niños la posibilidad de que vean a gente como ellos haciendo cosas extraordinarias que han conseguido con entrega y disciplina, no por casualidad, ni por suerte, sino con trabajo y con pasión. Esa es una de las mejores lecciones que podemos darles: enseñar que se puede llegar a la excelencia en la actividad que sea, disfrutar de ello, hacer disfrutar y ganarse la vida honradamente. Ningún artista de circo se hará millonario, pero la mayor parte de nosotros tampoco llegaremos a ello y, aunque las redes sociales se empeñen en llamar “loser” a quien no lo consigue y el capitalismo feroz nos esté matando la alegría, a los jóvenes hay que dejarles claro que la vida no va de eso, sino de ser honesto y trabajador, de estar orgulloso de tu trabajo, de hacer lo que haces lo mejor que puedes, cada vez mejor, de disfrutar de las cosas buenas, compartir, emular lo que vale la pena, llegar al final de la vida contento, tranquilo, en paz, con los ojos llenos de magia y una sonrisa en el rostro cuando acabe la función.