ES el propio edificio el que parece respirar arte con la misma cadencia de las mareas de la ría, así que Guggenheim Bilbao ha vuelto a convertir el verano en una pasarela de visitantes que buscan, entre obras maestras y paredes de titanio, un respiro para el alma. Este verano, el roce del récord de asistencia no es solo una cifra; es una señal de que la ciudad ha aprendido a convertir el calor en oportunidad para pensar, mirar y sentir de otra manera.

La visita estival al museo es, en esencia, una experiencia de contrapesos: el bullicio de la gente, el silencio reverente ante una pieza que deja sin aliento, la sombra que se proyecta en las escaleras y la claridad que llega cuando uno se detiene frente a una obra y se pregunta qué dice, qué oculta, a quién interpela. El verano invita a la

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