Los incendios nos dejan imágenes que se repiten con una crudeza insoportable: pérdida de vidas humanas, campos calcinados, animales muertos, montes arrasados y personas anónimas tratando de contener las llamas con cubos, mangueras de jardín y el peso de muchos años en las piernas. Esto no es solo una estampa rural, es una forma más, entre otras plausibles, que ayuda a entender qué cuerpos son considerados prescindibles, qué vidas son precarias –en el sentido más político del término, como diría Judith Butler– y qué territorios han quedado sistemáticamente fuera, o con una presencia que sonroja, de los presupuestos y del cuidado institucional, pero también de la ciudadanía.

El fuego arrastra no solo árboles, sino también memorias, modos de vida, y un sentido profundo de pertenencia a la ti

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