Yo odiaba ir a la playa. Éramos tantos hermanos, diez en total, que no cabíamos en una sola camioneta. La playa nos quedaba lejos, a hora y media desde la casa en el campo. Todos los domingos del verano, mi padre, ese señor que siempre estaba molesto conmigo, anunciaba que nos íbamos a la playa. No era una sugerencia, era una orden. Mi padre manejaba una camioneta grande,acompañado de sus hijos más parecidos a él, sus hijos pistoleros, cazadores de animales. Mi madre conducía la otra camioneta. Yo iba a su lado, rezando el rosario. Ella se quedaba dormida cada tanto. Yo sujetaba el timón y la despertaba. Luego seguíamos rezando. Yo rezaba para que no chocase. Mi madre dormía, rezaba y manejaba sin chocar, todo al mismo tiempo. Lástima que cada tanto atropellaba a un perro callejero, pero e
No todos los perros tienen la misma suerte: un relato de Jaime Bayly

147