Insomnio largo y bostezos pastosos por la mañana, en medio de una reunión a la que debías asistir con los sentidos afilados: la estación se llama jet lag y no hay manera de esquivarla, cuando un viaje que atraviesa en poco tiempo varias zonas horarias pone patas arriba el reloj biológico.
Tiene que ver con la luz. La naturaleza tarda en adaptarse . Se supone que allá todavía es de día y el cerebro no se enteró de que estoy de regreso, donde a esta hora manda la oscuridad y las persianas de las ventanas vecinas han bajado como párpados.
El buen deseo que se intercambia al terminar una jornada — “Que descanses” — cae en saco roto para un ritmo circadiano alterado. Van dos noches en vela y escribo a las 4 de la mañana porque para mi cuerpo todavía son las 23.
La ciencia estudia el fe