Un micrófono abierto en Pekín, durante el desfile por el 80 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, dejó escapar una verdad incómoda: los autócratas desean ser inmortales, aunque deban torcer la historia para justificarlo. Mientras exhibía su arsenal y proclamaba un orden alternativo al mundo, China se presentó como dueña del tiempo y del relato. La anécdota revela la tentación de todo poder: jugar a ser eterno.

Pero la inmortalidad, más que un proyecto político, ha sido siempre un anhelo humano. Desde las momias egipcias hasta los algoritmos que hoy prometen preservar conciencias en nubes digitales, el hombre ha buscado escapar de su límite más inexorable: la muerte. Lo hizo también en la Biblia, en la Torre de Babel, cuando los hombres pretendieron levantar una obra que lleg

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