En el pequeño y apacible pueblo de Soplaviento, Bolívar, vivía el Mono Palautre, el lotero de la esquina. Su local, una casucha de paredes descascaradas y un letrero desteñido por el sol, era más que un negocio: era la casa de la esperanza. Allí, entre papeles numerados y el zumbido del ventilador viejo, se compraban no solo billetes de lotería, sino también sueños envueltos en tinta azul.
El Mono Palautre, con su sonrisa bonachona y una memoria prodigiosa para recordar el número favorito de cada cliente, llevaba sobre sí una fama extraña: en diez años de trabajo, nadie había ganado un premio con sus billetes. El pueblo lo bautizó “el lotero salao”, como si sobre él pesara un conjuro que alejaba la fortuna. Y, sin embargo, la gente seguía comprando. Quizá porque Palautre no vendía suerte,