Dicen que septiembre es un mes de comienzos, pero todos sabemos que en realidad es un mes de finales: final de las tardes eternas, final del tostado en la arena de la playa, final de las excursiones diarias en la montaña; final de los pies descalzos y las cabezas casi vacías, como si el verano hubiera sido un sueño del que septiembre nos despierta sin pedir permiso. Y lo recibimos como a ese pariente inevitable que se sienta en la mesa familiar y siempre tiene algo que recriminar.

El mes arranca oliendo a cuadernos nuevos, a ropa de entretiempo que nunca sabemos cuándo estrenar y se queda en el armario, a rutina que vuelve con puntualidad ferroviaria (la que antaño tuvieron los trenes ingleses); a madrugones que huelen a café apresurado, a colegios que se llenan de padres en sus puertas,

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