En el último 7 de septiembre se produjo un hecho que constituía una desagradable sorpresa para el arrogante y altivo paseo político del Gobierno, frente a su posible creencia de que podría ir por todo, a costa de desairar y despreciar alianzas y acuerdos, desechando los imprescindibles diálogos.
Ese hecho se convirtió en una casi tragedia: una derrota electoral de magnitud.
Utilizó frente a ajenos e incluso hacia sus propios aliados la omnipotencia, la humillación y el insulto.
Todo ello, apoyado en logros macroeconómicos que fueron indiscutibles bajando la inflación y devolviendo estabilidad a las cuentas públicas, a costa de achicar fuertemente el Estado, postergando deudas, suspendiendo la obra pública, así como desterrando, bienvenido sea, la intermediación de la ayuda social.
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