Las trabajadoras sexuales de Cartagena están inquietas. No porque falten clientes ni porque la ciudad se apague al anochecer, sino porque todo se ha vuelto una carrera contra el reloj. Ya no hay mesa para el diálogo ni rincón para la ilusión: las calles dictan su propia prisa, y en ellas el deseo se negocia como mercancía en un mercado bullicioso, con el apremio de quien teme perder la última venta del día.
La ciudad suspira de noche, como un cuerpo cansado que apenas se sostiene. En el aire flota la mezcla agria de fritanga, salitre y perfume barato, mientras un vallenato gastado se derrama desde las cantinas y se confunde con carcajadas que mueren antes de nacer. Allí estaba Verónica, sentada en un bordillo: los tacones vencidos, la mirada encendida y desconfiada, como una llama que sob