España siempre ha tenido debilidad por los pícaros. Ya en el Lazarillo de Tormes, aquel muchacho engañaba a ciegos y clérigos para sobrevivir. Con el tiempo, la picaresca saltó de los libros a la calle y acabó en timos como el de la estampita. No eran rarezas: eran síntomas de un país que veía en el engaño no solo un delito, sino un modo de arreglárselas en un mundo injusto.
La estampita, convertida en chiste popular, funcionaba porque explotaba lo peor y lo más humano a la vez: la codicia de quien creía haber encontrado un chollo y la ingenuidad de quien se dejaba arrastrar. Admirábamos al espabilado que burlaba al sistema, porque en el fondo pensábamos que, en su lugar, habríamos hecho lo mismo.
Hoy presumimos de vivir en otro mundo. Hablamos de inteligencia artificial, de datos, de in