Hace apenas unos años, los NFTs (Tokens No Fungibles) se vendían como la gran revolución cultural. Una suerte de certificado digital de propiedad que prometía lo imposible: darle unicidad a lo infinitamente replicable. Se nos dijo que con ellos los artistas digitales encontrarían por fin un mercado justo y global, y que los coleccionistas tendrían el privilegio de poseer un “original” en un mundo virtual de
copias sin fin. El discurso era seductor: blockchain, descentralización, democratización. Y los titulares no se hicieron esperar: millones pagados por un archivo JPG, subastas históricas, promesas de que el arte ya no volvería a ser el mismo.
Pero como todo espejismo, el brillo se evaporó. El mercado de los NFTs se infló de obras mediocres creadas a la carrera por quienes solo buscaba