Una mañana soleada me dirigí al centro del pueblo para comprar algunas cosas. Luego fui hasta la plaza Bolívar y me senté bajo la sombra de un frondoso árbol cerca del Libertador, firme y desafiante, espada en mano, como siempre se le ve en las pinturas que relatan sus batallas.

Un olor a tabaco me hizo voltear y me conseguí con un hombre que tendría unos sesenta años. Él inhalaba y lanzaba bocanadas de humo con mucha delicia, como si en eso se le fuera la vida.

“Andaba buscando quién fumaba tabaco y resulta que lo tengo al lado”, le dije amistosa.

“Tengo cuarenta y cinco años fumando tabaco. Comencé el mismo día que aprendí a manejar una gandola”, me respondió.

“El trabajo de gandolero es muy fuerte, ¿verdad?”, continué yo…

“No tanto” —me dice burlón—, “a menos que tengas que cargar

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