El primero de los ataques fue el peor. Sin embargo, los que me convirtieron, de manera progresiva y rápida, en una mujer inhabilitada para llevar una vida normal, fueron los que le siguieron. Volví a ser una nenita que necesitaba compañía hasta para salir a la esquina. Dejé de manejar, ir al supermercado o a reuniones de trabajo. Me despertaba de madrugada y llamaba a la ambulancia como quien pide un Rappi. Hasta que una mañana, después de tirarme en el sillón del living convencida de que estaba sufriendo un infarto, terminé internada en Favaloro. Me recibió el jefe de terapia intensiva, un fanático de la emergencia y experto en apaciguar códigos rojos, y me mandó a hacer de todo: con tantos factibles diagnósticos no alcanzaba con una parada técnica en la guardia.

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