Cuando el ciudadano se siente una mera comparsa en un drama que le es ajeno –desconectado de oportunidades, humillado por discursos que percibe como condescendientes y convencido de que las instituciones sirven a otros–el agravio se convierte en identidad. Y la identidad agraviada busca certezas simples, enemigos nítidos y catecismos morales. La ideología populista ofrece ese atajo: divide el mundo entre un «pueblo puro» y unas «élites corruptas», y se arroga la representación exclusiva de la voluntad general. No es un mero estilo, como han explicado Cas Mudde y Jan‑Werner Müller, sino una lógica intrínsecamente antipluralista que niega la legitimidad misma del discrepante.

Esta desconexión democrática es palpable. En , una media del 64% declara estar insatisfecha con el funcionamiento

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