Bajo una cornisa de la calle Veedor de Cádiz pude ir viendo cómo en varios días un pájaro preparaba el nido para los huevos que empollaría con su collera. Un trabajo de construcción ímprobo, de pequeño titán. Pequeña titánide, puesto que era gorriona la que arrimaba y colocaba, con gran afán y denuedo, ramichuelas, hierbajos y hasta colillas y plásticos. De vez en cuando, aparecía el macho y echaba una mano (mejor dicho, un pico y una pata). Sé diferenciarlos; poco más sé de aves. En ellas domina el pardo claro, y sus picos son amarillos; carecen del color negro en su plumaje, que es evidente en los buches y en la queratina de los morros de los machos. Metido entre los clientes de la bodega que salían a fumar apurando un amontillado de Hidalgo, ver a tres metros trabajar con tanto ahínco y
Vivan los gorriones

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