Cuando despierto cada mañana, siempre unos minutos antes de las seis (salvo casos de jarana y síndrome resacoso), suelo sentarme diez minutos a reacomodar mi presencia en el mundo. Suelo, después de eso, encender el televisor en la TVE, aunque cada vez me resulta más difícil: no es fácil regresar del más allá y rehacerse a lo cotidiano, escuchando el relato de las masacres, los mensajes de odio… Escribió alguna vez Sabater que los informativos, o algo así, eran campos minados que la prudencia llama a evitar.

Para incomodarme, que la demasiada comodidad nunca es buena, prefiero libros que me hagan rebullirme en mi sillón de leer, paisajes como este, de un libro especialmente desasosegante: “Los que venden su alma al diablo lo hacen para que no se detenga en ellos el ojo de Dios…”

Ha tres

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