Los reos venezolanos, que han pasado de 48 a más de 4.000, imponen su cultura presidiaria

—Los malandros no limpian baños, porque no pueden tocar mierda.

A José Luis Pérez Guadalupe —un académico que ha dedicado su vida a estudiar a Dios y a la delincuencia— le tomó algún tiempo comprender esta sentencia. Corría mediados de 2022, las prisiones peruanas permitían visitas después de dos años de pandemia, y percibió un clima de alta tensión en Lurigancho, ese fortín hacinado , ubicado al este de Lima, al que acude desde hace cuarenta años con una Biblia en la mano. Los internos venezolanos, que allá por el 2018 no eran más de cincuenta en todo el Perú, se habían multiplicado, y cada rincón de la cárcel echaba chispas.

Como agente pastoral —y exjefe del Instituto Nacional Penitenciario—,

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