Ser niño en Tabarca en 1975 era vivir en el verano sin fin. No por ver agua por los cuatro costados sin apenas tener que levantar la vista, sino porque el colegio, en la segunda semana de octubre, seguía cerrado a cal y canto. La situación, lejos de ser una fiesta, comenzaba a convertirse en un verdadero quebradero de cabeza

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