Avisaba ayer del peligro de echar leña al fuego nunca apagado del antisemitismo. Duró demasiado tiempo, dos mil años, primero alimentado por los cristianos, después por el racismo darwinista y ahora por la izquierda anti yanki-sionista.

El cristianismo se purificó de él cuando en 1965 Pablo VI publicó la Declaración Nostra Aetate: “No se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras… Procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo… La Iglesia (…) deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”. En 2000 Juan Pablo II oró ante el Muro de las Lamentaciones: “Dios de nuestros padres, habéis elegido a

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