Vivimos una época extraña: las máquinas escriben, pintan, componen, diseñan y hasta hacen chistes (algunos malos, otros sospechosamente buenos). Cada avance de la inteligencia artificial parece acercarnos a una pregunta incómoda: si la tecnología puede hacerlo todo mejor y más rápido, ¿qué vale la pena seguir haciendo los humanos?
Durante siglos medimos nuestro valor por lo que producíamos. Trabajar era sinónimo de identidad. “¿A qué te dedicas?” no solo preguntaba por tu sustento, sino por tu lugar en el mundo. Pero si los algoritmos pueden ocupar esos espacios, quizás el sentido del trabajo —y con él, del valor humano— está mutando frente a nosotros.
El miedo a perder el empleo es real, pero detrás de ese miedo hay algo más profundo: el temor a volverse irrelevante. No es solo el salar