El heavy rock entra al escenario con el dramatismo de una tormenta. Luces violetas, cuero ajustado y una furia vocal que podría despertar a los muertos o, al menos, hacer que se tapen los oídos. Es la rebelión amplificada, el grito existencial contra todo y contra nadie al mismo tiempo.
Pero luego baja el telón, y en una plaza del país aparece el folklore, que tiene acento propio. Es guitarra con olor a leña, pañuelo en alto y mate que pasa de mano en mano. Mientras el metal mide decibelios, el folklore mide distancias, esas que lamentablemente existen entre la realidad que se mira de la General Paz hacia el centro, y la que atraviesa el resto de nuestro enorme País.