Las grandes plataformas que usan inteligencia artificial emplean a trabajadores mal pagados en todas partes del mundo para etiquetar contenidos. Greta Schölderle Möller / Unsplash., CC BY

¿Acabará la inteligencia artificial con el trabajo? Es una de las preguntas más repetidas en conferencias, tertulias mediáticas y foros políticos. La promesa que lanzan los líderes de las grandes tecnológicas de Silicon Valley es clara: las futuras superinteligencias artificiales se encargarán de hacer todo tipo de trabajos y los seres humanos podremos entregarnos a la creatividad, al ocio y a la vida plena. Una utopía de tintes casi renacentistas en la que el progreso tecnológico abriría las puertas a una nueva edad dorada de la humanidad.

Sin embargo, esta narrativa tan triunfalista como simplista oculta una realidad mucho más incómoda, rara vez mencionada: millones de trabajadores anónimos sostienen la maquinaria de la IA con su esfuerzo, sufrimiento y tiempo. La inteligencia artificial no está acabando con el trabajo: lo está transformando, fragmentando y, lo que es mucho peor, precarizando. Detrás de cada modelo generativo, de cada asistente conversacional y de cada imagen producida por algoritmos, hay millones de trabajadores invisibles cuya labor resulta imprescindible para que la IA funcione.

Lejos de la visión edulcorada de un futuro sin esfuerzo, la IA está levantada sobre un presente marcado por la explotación globalizada de mano de obra barata.

Los trabajadores invisibles de la IA

Son los llamados data workers o “trabajadores del clic”, personas encargadas de clasificar y etiquetar imágenes, corregir textos, transcribir audios, señalar errores en traducciones automáticas y, sobre todo, depurar el océano de datos que alimenta los algoritmos.

Sin ellos, los algoritmos, que luego se presentan como inteligentes, simplemente no funcionarían.

Como explican Mary Gray y Siddhart Suri, la supuesta inteligencia de la IA es inseparable del trabajo de humanos “detrás de las cortinas”. Por su parte, John P. Nelson señala que los chatbots que parecen inteligentes solo existen porque cientos de miles de personas entrenan, corrigen y supervisan sus respuestas.

Los chatbots que hoy responden a millones de consultas diarias no son fruto exclusivo del talento de muy bien remunerados ingenieros californianos, sino de la explotación de una fuerza laboral masiva, dispersa e invisible.

El sociólogo Antonio Casilli lo resume con contundencia: la inteligencia artificial es, en realidad, inteligencia de “sudor y lágrimas”. Los algoritmos no aprenden por sí mismos; se limitan a reproducir patrones gracias a la labor previa de millones de personas.

Según estimaciones del Banco Mundial, entre el 4,4 % y el 12,5 % de la fuerza laboral mundial (es decir, entre 150 y 425 millones de personas, aproximadamente) ya participa de alguna forma en esta economía digital invisible. Google, en 2022, ya calculaba que pronto podrían superar el millar de millones.

La cara oscura: violencia, pornografía y daños psicológicos

El aspecto más perturbador de este trabajo no está solo en la precariedad salarial, sino en el tipo de contenidos a los que muchos trabajadores deben enfrentarse. Para que un sistema de IA sea capaz de reconocer un discurso de odio, alguien ha debido leerlo, clasificarlo y marcarlo como tal. Para que un modelo aprenda a filtrar pornografía, violencia extrema o material pedófilo, alguien ha tenido que visualizarlo antes.

Miles de personas en Kenia, Filipinas, Pakistán o India pasan jornadas completas expuestas a lo peor de la condición humana: amenazas de violación, descripciones de torturas, grabaciones de asesinatos. Rebecca Tan y Regine Cabato, en un artículo en The Washington Post, documentan cómo estas condiciones laborales extremas son sistemáticas y afectan a millones de trabajadores alrededor del mundo.

Esa exposición continuada genera consecuencias devastadoras: cuadros de ansiedad, depresión, insomnio y, en muchos casos, trastornos de estrés postraumático que persisten incluso años después de haber abandonado el empleo.

El documental francés Les sacrifiés de l’IA (“Los sacrificados de la IA”, Henri Poulain, 2024) recoge testimonios estremecedores de trabajadores que nunca lograron recuperarse del daño psicológico. En muchos casos, ni siquiera tuvieron acceso a un acompañamiento terapéutico mínimo, porque las empresas subcontratadas que gestionan estas tareas rara vez ofrecen apoyo psicológico. El silencio se impone, además, a través de contratos de confidencialidad que prohíben hablar del trabajo, incluso con familiares cercanos.

Entrevista a Henri Poulain sobre su documental Les sacrifiés de l´IA.

Precariedad global y condiciones laborales

La localización de esta mano de obra no es casual. Los grandes gigantes tecnológicos subcontratan estas tareas a empresas situadas en países con bajos salarios y débiles sistemas de protección social. El resultado es que los trabajadores que sostienen la IA viven en contextos de máxima vulnerabilidad. Refugiados ucranianos, madres solteras en Kenia, estudiantes en India o presos en cárceles finlandesas: todos forman parte de una cadena de producción global que opera bajo las condiciones perfectas para que las empresas que los contratan esquiven regulaciones laborales y obligaciones sociales.

La gran mayoría cobran entre 2 y 9 dólares al día, trabajan desde casa, aislados, sin contacto con colegas ni supervisión efectiva, convertidos en pieza fungible de un engranaje deslocalizado.

Se trata de un “proletariado digital” que reproduce, con nuevas formas, las viejas lógicas del colonialismo económico: el beneficio se acumula en Silicon Valley, mientras los costes humanos se reparten en lugares como Nairobi, Bangalore o Manila.

La estafa del siglo: imagen, lobby y ocultamiento

Las empresas que lideran la revolución de la IA destinan enormes recursos a reforzar su imagen pública. OpenAI, por ejemplo, gastó en 2024 casi dos millones de dólares en actividades de lobbying.

El mensaje que difunden es claro: la IA es fruto de la innovación científica y de las inversiones visionarias de un puñado de empresarios audaces. Nada se dice, en cambio, de los millones de trabajadores que sostienen en la sombra ese edificio. Henri Poulain lo resume con crudeza en su documental: estamos ante “la estafa del siglo”.

Una estafa que solo funciona porque estos trabajadores invisibles permanecen fuera del foco mediático y porque su peso social, aunque creciente, todavía parece marginal en términos estadísticos.

Pero la burbuja podría estar a punto de estallar: a medida que el uso de la IA se multiplica, también lo hace el número de personas atrapadas en esta diabólica economía de datos.

Largoplacismo, altruismo efectivo y justificación moral

Uno de los elementos ideológicos que sirve de coartada a esta situación es el llamado largoplacismo. Esta corriente filosófica, estrechamente vinculada al llamado altruismo efectivo, se presenta como un ejemplo paradigmático de cómo ciertas élites tecnológicas utilizan el futuro como coartada para desentenderse del presente.

Defensores de esta visión, liderados por el controvertido filósofo Nick Bostrom –quien ha desarrollado la noción de riesgos existenciales y la prioridad moral de preservar a largo plazo a la humanidad– sostienen que lo verdaderamente importante es garantizar la supervivencia de la humanidad a lo largo de miles o incluso millones de años (sic) y que, como hemos apuntado antes, tecnologías como la superinteligencia artificial lo harán posible.

Según esta perspectiva, el valor moral del futuro sería inconmensurablemente mayor que cualquier preocupación inmediata, por lo que problemas actuales como la pobreza, la desigualdad o la explotación laboral pasan a un segundo plano. El altruismo efectivo, en este contexto, se convierte en una herramienta intelectual para justificar políticas y decisiones que priorizan falsos beneficios futuros sobre los costos humanos y sociales presentes. La fórmula es archiconocida: el fin justifica los medios.

Esta forma de pensar ha influido de manera notable en la mayoría de líderes de la industria tecnológica de Silicon Valley. El problema es evidente: bajo esta lógica, millones de trabajadores invisibles pueden ser sacrificados en nombre de generaciones futuras, sin que ni siquiera existan garantías reales de que ese futuro utópico llegue a materializarse.

Desmontar el espejismo

La narrativa triunfalista sobre la IA necesita ser desmontada. No basta con aplaudir avances técnicos ni con dejarnos seducir por la retórica de la innovación. Detrás del mito de la inteligencia artificial, hay millones de personas sometidas a explotación, daños psicológicos y salarios de miseria. Hay también un planeta que soporta los costes ambientales de una industria energéticamente voraz.

La inteligencia no está en las máquinas: está en los seres humanos que las entrenan, las supervisan y las sostienen. Lo artificial no es la inteligencia, sino el disfraz que oculta las relaciones de poder y explotación sobre las que se construye esta tecnología.

La verdadera pregunta no es si la IA acabará con el trabajo, sino si estaremos dispuestos a acabar con la precariedad que hoy la hace posible. Si queremos un futuro justo, la innovación tecnológica debe ir acompañada de transparencia empresarial, regulación política, protección laboral y reflexión ética colectiva. De lo contrario, lo que nos aguarda no es el paraíso tecnológico tantas veces prometido, sino una distopía levantada sobre los sacrificados de la inteligencia artificial.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Ramón López de Mántaras no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.