En Bogotá hay algo más persistente que el tráfico, más terco que la lluvia y más invisible que la contaminación del aire: el ruido. Su presencia es líquida, se cuela por las ventanas, inunda los espacios e, incluso, atraviesa paredes y está tan instalado en nuestra cotidianidad citadina, que normalizamos de forma inconsciente la mezcla de motores, parlantes, máquinas, gritos, bocinas, alarmas y un sinfín de ruidos propios de la urbe, sin reparar en los efectos que el estruendo causa en nuestro cuerpo.
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