Lo vieron entrar al tribunal con un clavel verde en la solapa. Era mayo de 1895 y Oscar Wilde caminaba como si el mundo fuera un escenario y él, su protagonista. Lo era. Lo había sido siempre. Desde que nació en Dublín, con un nombre que parecía un conjuro, Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, hasta que murió en París, con meningitis y sin dinero, en una habitación que describió como “decorada con el mal gusto de los ricos”.
Wilde no escribía: Wilde bordaba. Sus frases eran epigramas, sus obras, vitrales. “La verdad rara vez es pura y nunca simple”, dijo, y con eso bastó para que lo expulsaran del club de los moralistas. Su novela fue un espejo roto: belleza, duplicidad, deseo. Su teatro, una carcajada afilada contra la hipocresía victoriana. no era solo comedia: era dinamita envuelta en