Antes de que existieran las tarjetas de crédito, las cuotas sin interés o los préstamos en línea, Colombia aprendió a comprar con una promesa. Y quien enseñó al país esa lección fue un inmigrante que llegó sin nada, pero creyendo en la palabra. Se llamaba Jack Glottman, y durante medio siglo su apellido fue sinónimo de confianza.
Los Glottman no vendían electrodomésticos: vendían futuro. En una época en la que tener una nevera era un lujo y un radio un símbolo de estatus, ellos convirtieron el crédito en una herramienta de ascenso. Bastaba con una firma —a veces ni eso— para llevarse a casa el progreso.
Jack había nacido en algún rincón gris de Europa del Este, entre Ucrania y Rumania, y huyó de la guerra con su esposa, Ida Fimbarb, buscando un lugar donde empezar de nuevo. Llegó a Colom

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