Escribía el nobel polaco Czesław Miłosz en uno de sus poemas que la muerte de un hombre se asemeja a la caída de una poderosa nación, y que su desaparición no solo conlleva la de sus afanes y sus logros, sus afinidades y sus esperanzas, sino también la extinción de su lengua, que se convierte a partir de ese momento en «el dialecto de un pueblo puesto sobre inaccesibles montañas». Ciertamente, cuando alguien muere, lo primero que se pierde es su voz. Las cosas materiales (su cuerpo, sus pertenencias, el rastro físico de su paso por el mundo) duran algo más. Y en cuanto a lo que pensó y sintió mientras vivió, es posible que una pequeña parte quede registrada por escrito o audiovisualmente, si bien la mayor sobrevivirá, aunque de un modo distorsionado y siempre cambiante, en la memoria de q

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