Pocos mitos como Frankenstein han padecido en su propia esencia la inevitable monstruosidad que exige toda adaptación: desde la clásica versión de James Whale de 1931, el cine se apropió de la filosófica novela de Mary Shelley, al punto de reinventar a la criatura a su antojo, propulsando su salto a la cultura popular al mismo tiempo que añadía capas, injertos y retoques con mayor o menor acierto en cada representación.

El último exponente de esa resucitación inclaudicable llega de la mano de Guillermo del Toro, director reconocido por haber tratado otros lazos dramáticos entre humanos y seres fantásticos con virtuosismo mainstream en La forma del agua, Pinocho o El laberinto del fauno.

El abordaje de un personaje como Frankenstein no podía ser sino un reto decisivo en la trayectoria del

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