Durante décadas, ser un buen alumno significaba sacar buenas notas, obedecer y cumplir las reglas. Ese modelo prometía acceso a la universidad, empleo estable y una vida ordenada. Pero ese contrato social se rompió: hoy el mérito ya no garantiza el futuro y los jóvenes lo saben. Perciben que el tablero está manipulado y que las recompensas ya no dependen del esfuerzo.

El colegio sigue actuando como si el mundo no hubiera cambiado. Evalúa con las mismas métricas de hace cincuenta años y espera que los estudiantes sigan creyendo que los premios vendrán después del sacrificio. Pero los adultos ya no pueden prometer ni estabilidad, ni justicia, ni coherencia. Los jóvenes han dejado de creer.

Mientras los adultos los tildan de apáticos o carentes de valores, ellos viven una lucidez amarga: sa

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