as celebraciones globales ganan terreno frente a los rituales locales, revelando un cambio profundo en la forma en que las sociedades construyen pertenencia y sentido.

Cada vez más, las tradiciones propias ceden espacio a celebraciones importadas que se adaptan con facilidad a cualquier contexto. Halloween es hoy el mejor ejemplo de este fenómeno: un ritual sin raíces locales que, sin embargo, ofrece una sensación inmediata de participación y comunidad.

El auge de estas festividades muestra un vacío cultural que antes ocupaban los rituales nacionales, religiosos o barriales. Aquellos gestos colectivos —los actos escolares, las conmemoraciones, los encuentros vecinales— se han debilitado o transformado hasta perder parte de su poder simbólico. En ese terreno fértil surge una nueva forma

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