Alemania, motor de Europa, concluye otro año, el tercero, sin carburar. Con la prosperidad en riesgo, según el canciller Friedrich Merz, y bajo un tenso otoño político que retendrá la agenda de reformas estructurales que precisa

La nueva era económica que desafía la prosperidad europea

Próximo arranque, 2026. Hasta entonces, la locomotora germana no parece que vaya a reanudar su marcha. La primera economía del euro está atascada: sin visos de que su hoja de ruta reformista en materia reguladora, fiscal o laboral prospere, con las pensiones presionando con virulencia las cuentas federales, peticiones de mayor flujo de inmigrantes y talento exterior para su puesta a punto, y un clima doméstico enrarecido por los neonazis de Alternativa por Alemania (AfD), que han intensificado su cruzada xenófoba hasta involucrar en ella al mismo canciller, el conservador Friedrich Merz. Con este parte, la carrera geoestratégica que debe restablecer el esplendor industrial perdido en Berlín no parece el preludio de una reencarnación de la otrora ingeniería alemana, símbolo de fiabilidad.

El déficit de potencia alemán desvela varias fugas de escape que obligan a revisar en talleres sus motores de actividad. Desde luego, durante bastante más tiempo que el que Merz había previsto tras vencer en las elecciones del pasado enero. Llegado el otoño, con casi medio año de coalición entre la CDU y su hermana bávara CSU, con los socialdemócratas del SPD, la coyuntura sigue al ralentí y el entusiasmo civil por la regeneración socio-económica del país empieza a mermar. Merz no despierta precisamente elogios y el vicecanciller y ministro de Finanzas, Lars Klingbeil, tampoco parece ser el líder que reclaman las bases del SPD para reanimar a la formación.

El tándem Merz-Klingbeil, sin embargo, parece remar en la misma dirección. Al menos en la idea de transformar Alemania. El número dos alienta la reedición de la Agenda 2010 que impulsó en el segundo de sus dos mandatos como canciller (1998-2005) Gerhard Schröder para reanimar a la maltrecha economía germana tras su derrumbe por la crisis de las punto.com. Y que sentó las bases de un despegue de corte neoliberal que fraguó Peter Hartz –entonces ejecutivo de la firma Volkswagen y asesor y amigo personal de Schröder que acabó siendo acusado de fraude–, a base de recortes de cotizaciones sociales, medidas de flexibilización del mercado laboral y reformas de gran calado en el orden financiero.

Pero ni Merz ni Klingbeil acaban de cincelar consensos entre sus diputados en un Bundestag, que está sumamente dividido y en el que las fuerzas gubernamentales apenas parten con 12 escaños de ventaja sobre la oposición. AfD encabeza los sondeos electorales.

Los trabajadores parecen haberse arrojado a los brazos de la extrema derecha, mientras la CDU y la CSU tratan de conciliar una hoja de ruta reformista aún sin rumbo. Con dudas sobre si subir o bajar impuestos ante el emergente gasto social de una de las naciones más envejecidas de la UE y los compromisos de aumentar la factura militar al 5% del PIB, de poner en liza un programa de infraestructuras que espolee la actividad y de aplicar subsidios a crédito. Hasta avalar en más de 850.000 millones de euros los pagos a futuro para justificar un presupuesto expansivo que, además, está diseñado para afrontar una reconversión industrial que necesita con urgencia una locomotora, la alemana, que inculcó a Europa la disciplina fiscal tras la crisis del euro y que ahora asume una etapa de endeudamiento que llevará su nivel por encima del 60% del PIB por primera vez desde el nacimiento de la divisa europea.

La encrucijada política, pues, es de enjundia. Todavía no se puede proclamar la desesperanza de la ciudadanía ante una travesía reformista. Pero lo hace a través de un desierto inhóspito. Desde luego, en este otoño aún no se vislumbran resultados tangibles. El salto de las expectativas a la ejecución práctica del gabinete Merz parece lento, con la economía en punto muerto, sin atisbo de cambios que invoquen el dinamismo y con disputas en el seno del gabinete. Por si fuera poco, nadie se atreve a poner el cascabel a las pensiones. Bien sea por divergencias ideológicas o por prioridades en la estrategia reformista, empresas y consumidores han manifestado su hastío por unas recetas inciertas.

El país germánico está a la espera de que las inversiones para la modernización de las redes de transporte y de utilities espoleen la economía y con el dilema de si las promesas electorales con recortes de impuestos colisionan con un estado del bienestar en el que los gastos sociales rozan la tercera parte de su PIB: 1,25 billones de euros, en 2024. En una sociedad con ADN de ortodoxia presupuestaria, no se olvida que este falso axioma de rebajar la presión fiscal y elevar los servicios públicos se llevó en 40 días a la conservadora premier británica Liz Truss en el otoño de 2022. Ni siquiera los mercados de capitales aceptan esta demagogia neoliberal.

El reto modernizador brilla por su ausencia

Aun así, el último enfermo económico europeo empieza a emitir señales de pulso. Débil, aunque sus últimas radiografías expresan mejoría. La confianza empresarial, el índice PMI de servicios y del sector manufacturero dictaminan constantes vitales. Con el mercado laboral estable dentro de la fragilidad del último trienio, al mostrar una tasa de desempleo sostenida en el 6,3%. Así lo admite, por ejemplo, el Instituto Ifo y su barómetro del Clima de los Negocios, que se incrementó 7 décimas en octubre, hasta el nivel 88,4 muy por encima del consenso del mercado, debido a las perspectivas que despierta 2026 y a un ritmo de pedidos que apunta el indicador de gestores de compras que se ha superado en octubre por 3,8 puntos la frontera que separa el dinamismo de la contracción del sector privado; su cota más elevada desde mayo de 2023, cuando Alemania ingresó en números rojos.

No es para tirar cohetes, pero los principales think tanks del país han elevado –eso sí, de manera modesta, hasta el 0,2%– sus previsiones de crecimiento para 2025, en sintonía con la predicción oficial de Berlín, y sugieren que, por fin, el PIB ha tocado fondo. A pesar de los cual, todavía hay registrados casi 3 millones de parados. En un contexto que confía más en el impulso de la demanda interna (consumo de los hogares e inversión empresarial) que en un sector exterior que resta vitalidad al PIB por la escalada arancelaria mundial tras decenios de globalización, en el que las exportaciones made in Germany ganaron cuota en un mercado global sin apenas medidas proteccionistas y peajes aduaneros.

Ahora, los expertos aconsejan a Merz medidas de diversificación de sus destinos preferenciales en el exterior que contrarresten los descensos de ventas a EEUU, así como la aceleración de los 115.000 millones de euros de inversiones federales en ayudas y estímulos para infraestructuras, tránsito energético y Defensa que incluye el programa económico de 2026. En este punto es en donde disienten sus institutos de investigación. El ZEW mejora sus expectativas exportadoras y empeora las del sector automotriz, el Ifo adivina estancamiento constructor y el Kiel retrasa el despegue por la parálisis gubernamental en implantar las reformas estructurales y las “caóticas tensiones arancelarias” procedentes de EEUU.

La parálisis política obstruye también otro trampolín, el social. El Sturm und Drang (rebelión y tensión), plan de apoyo a las rentas de 5,5 millones de personas, se ha ralentizado por un ajuste en el Bürgergeld (dinero de la ciudadanía) tras semanas de debate gubernamental. Pese a que solo supone el 3,5% del gasto social federal. A cuenta de un ahorro que Merz quiere corregir, de unos 5.000 millones de euros. En una economía que no es precisamente ducha en acelerar este tipo de prestaciones por sus altas cargas burocráticas y en un momento en el que los costes de la seguridad social, incluidas las pensiones, representan el 42% de los salarios totales.

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