El 26 de octubre de 1989 Medellín amaneció con la obra más ambiciosa de su historia convertida en ruinas. El río estaba flanqueado por zanjas abiertas y montañas de tierra entre Bello y la Terminal del Norte; de ahí hasta Industriales se extendía una plancha de seis kilómetros de concreto desnudo, sin paredes ni rieles, que en las noches servía de dormitorio a habitantes de calle; y entre Poblado e Itagüí, las disputas jurídicas frenaban cualquier intento de obra. Tres días antes de la fecha prevista para su inauguración, el Metro no era más que un sueño lejano en una ciudad sitiada por la guerra del narcotráfico.
Y mientras las bombas y las balas imponían el miedo, el megaproyecto de transporte, anunciado como símbolo de modernidad y de resurgimiento, se hundía entre sobrecostos, disputa

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