Don Félix era guarda y encargado de mantenimiento del colegio, que estaba situado en el medio de la nada hecha trigales. Era de un poblado de Extremadura, y solía echarnos en cara, con su natural prudencia y quizá cierto temor por los padres del niñato de turno, que los andaluces nuevos nos llamáramos, como si nada, “hijo de puta”. Por ejemplo, en la fila del comedor, delante de las mujeres que nos servían los platos de las bandejas: esto, para Félix, que no sabía que era un adelantado contra el micromachismo, hacía más feos el insulto y la actitud. Decía que hijo de puta era una expresión propia de mala gente, ¡y sobre una madre! Que, por menos de eso, en los pueblos de su tierra le pegaban a uno un estacazo en la espalda o la mismísima crisma.
Se trata de un caso de la trivialización de

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