Mi amor por Granada es un amor correspondido. Yo la quiero, la amo, me gusta verla todos los días y me parece guapa incluso cuando está sin maquillar. Y Granada me corresponde tratándome lo mejor que puede. Hace que me sienta bien admirando sus calles y plazas, oyendo a su gente hablar y degustando un remojón o, si es febrero, zampándome una olla de San Antón. Cuando estoy lejos de Granada, cierro de vez en cuando los ojos y me viene a la mente los vislumbres de la tierra que me acoge: la vista de la Alhambra desde el mirador de San Nicolás, mis paseos sabatinos por la vereda de Enmedio, mi vermú al final de la mañana en Castañeda, el olor a galán que desprenden los cármenes albaicineros en los primeros días de verano, el desayuno de una tostada con aceite en la cafetería de siempre, esa e

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