Los habitantes de mi aldea son unos brujos que amanecen contando sus propios sueños. Duermen en hamacas tejidas, hamacas de cepa de plátano, en camas de viento, en esteras y en catres de hierro oxidado. Despiertan antes que canten los gallos y beben una taza de café cerrero, cuentan el sueño del toro negro que se salió de la corraleja, del río crecido que se llevó al pueblo, de compadres muertos que resucitaron y regresaron piqueteros y felices para seguir la parranda. Tienen una palabra secreta para conjurar el veneno de las serpientes, una aseguranza como jeringonza, para quien fue mordido en la noche, una palabra para detener las tempestades y para que el maíz no sucumba en el verano. Miran en el fondo de la taza de café, en el guarrú de las sombras, quién habrá de llegar al atardecer.

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