Mi mujer tiene una persistente superstición. Insta a que las cosas no hay que decirlas porque todo sale en la nariz. Y menos le gusta celebrar lo que va bien porque parece que se convoca al mal fario. Yo, heroicamente, no hago caso, más que nada porque entonces nos pasaríamos los días callados.

Pero reconozco que con frecuencia pasa lo que teme. Ha ocurrido ahora. Mis hijos y yo, medio en broma, cuando nos cruzábamos por los pasillos nos saludábamos del siguiente modo: uno decía “odio eterno”, el otro contestaba “al mundo moderno”. Después nos reíamos, a medias del mundo moderno, a medias de nuestro tremendismo.

El caso es que nos ha salido en la nariz. Y de pronto me he visto odiando de verdad al mundo moderno, con lo feo que es odiar nada en serio y con lo triste que es hacerlo al mund

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