El otro día vimos a varios fiscales aplaudiendo –con la mano blanda, eso sí– al fiscal general del Estado cuando entraba en el Tribunal Supremo. Habrá quien piense que fue un noble gesto de camaradería, pero más bien deberíamos interpretarlo como un deplorable gesto de servilismo. Si querían darle ánimos, lo mejor era enviarle en privado un mensaje de apoyo. Pero esos fiscales quisieron ponerse allí, a la vista de todo el mundo, para que quedara muy claro que ellos estaban al servicio del fiscal. Eran sus subalternos. Y como tales, tenían que expresarle su apoyo. En otro tiempo, esos fiscales se habrían negado a caer tan bajo: por pura dignidad personal, por puro orgullo profesional, no habrían querido participar en esa pantomima. Pero allí estaban ellos. Sabían muy bien que los estaban fi

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