Era el año 1709, y en el atardecer, el sol reflejaba su rostro en las mansas aguas del lago de Maracaibo; y allí, en la orilla, como siempre, lavando ropa ajena, estaba María Cárdenas, una mujer pobre y honesta, cuyo único y gran tesoro era su inmensa fe dios.
María, con sus manos arrugadas y curtidas, lava los trapos ajenos y con su mirada busca en la orilla un pedazo de madera, pensando en su vieja tinaja rota, y al rato, sus ojos se posan sobre una tablita, vieja y mugrienta que tenía las medidas exactas de 26 centímetros de alto y 25 de ancho, para convertirse en la tapa de su anciano tinajero. María agarra la tablita y la lleva a su humilde vivienda; una casita de barro y techo de palma en el barrio El Saladillo.
Pasan los días de María, como siempre, con el estómago vacío y con la

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