En la modernidad, a partir del siglo XIX, la reflexión en torno a la pobreza adquirió una relevancia mayor. Desde las ciencias empírico-analíticas, impulsadas por la lógica del progreso industrial, la pobreza fue concebida como una carencia cuantificable: falta de ingresos, insuficiencia alimentaria, privación de bienes y servicios. En el siglo XX, esa mirada se consolidó con el positivismo y, décadas más tarde, con el neoliberalismo, que redujo el concepto de bienestar al poder de compra y al crecimiento del mercado. Así, la pobreza dejó de ser una categoría moral o filosófica vinculada con la virtud o la justa medida, para convertirse en una ecuación estadística: un umbral de dinero que separa a los incluidos de los excluidos.
En esa lógica, los agoreros del fin de la historia llegaron

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