Cada día confirmo una triste verdad: la política atraviesa una profunda crisis moral. Lo veo en titulares de escándalos, en funcionarios que actúan sin escrúpulos ni vergüenza, y en la pérdida de ese norte ético que debería guiar el servicio público.
Muchos líderes han extraviado la conciencia, privilegiando sus intereses personales por encima del bienestar colectivo.
El deber de un gobernante es resolver los problemas de la gente, pero ocurre lo contrario: las decisiones se toman para engrosar patrimonios personales y favorecer al círculo familiar, repartiendo contratos públicos entre parientes y compadres, transformando el gobierno en una empresa familiar. Mientras tanto, las comunidades esperan soluciones a sus necesidades. La política se ha vuelto sinónimo de enriquecimiento rápido

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