Llega ahora el momento de la sentencia. Una tarea no fácil dado que el juicio oral no ha proporcionado argumentos sólidos a favor de ninguna tesis

Dentro de un tiempo se terminarán conociendo los entresijos del proceso contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. Y probablemente no serán muy beneficiosos para la imagen de varias de las instituciones estatales que han participado en el mismo. A la espera de que eso ocurra, que puede ser larga, un dato sobresale por encima de cualquiera otra hipótesis: el de que ha sido un juicio político, políticas han sido las razones para que se abriera el procedimiento y claramente políticos algunos de los pasos más significativos de la instrucción. Por lo que la conclusión del mismo, o sea la sentencia, inevitablemente será política.

Parece claro -otra cosa es que se pueda probar o que interese hacerlo a estas alturas- que las acusaciones contra el fiscal general debieron ser una iniciativa del círculo de poder que rodea a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Y, que a la postre, eran una maniobra para desviar la atención, y la presión judicial que había sobre la pareja de dicha presidenta, acusado de fraude fiscal y de otros delitos.

Rápidamente la dirección del PP nacional se sumó al empeño con declaraciones grandilocuentes sobre la gravedad de los delitos cometidos por García Ortiz, con lo cual el asunto -en sustancia la mera filtración de un documento que tampoco era ninguna pieza crucial de nada- se convirtió en elemento central de la crónica política. Porque desde un primer momento, el PP no solo pidió la dimisión del fiscal general, sino que vino a afirmar que aquella era la gota que colmaba el vaso y que Pedro Sánchez no tenía más remedio que convocar elecciones anticipadas.

Pero el fiscal general decidió no dimitir mientras no hubiera una sentencia firme contra él. Y Pedro Sánchez y el Gobierno le apoyaron totalmente. Más tarde Sánchez diría incluso, para escándalo de la derecha, que creía que García Ortiz era inocente. Pero para entonces una parte sustancial de la operación insidiosa que se había articulado, seguramente desde la dirección de la Comunidad de Madrid, ya estaba desmontada. Si el fiscal general no dimitía, el entramado quedaba seriamente dañado y al albur de un procedimiento judicial del que nunca se puede prever el resultado final por muchos amigos que se tengan en esos ambientes.

Otro fallo, por ahora inexplicable, fue que Miguel Ángel Rodríguez, primer consejero de la presidenta madrileña, asumiera públicamente y desde un primer momento un protagonismo relevante en las acusaciones contra el fiscal general. Porque llegado el momento de explicar con pruebas la base de dichas acusaciones, ya en el juicio oral, se echó atrás y reconoció que todo lo que había dicho eran suposiciones sin base probatoria.

Los comentaristas no ahondaron demasiado en el asunto, pero desde el punto de un observador imparcial era bastante evidente que para los acusadores del fiscal general y para el PP que los sostenía ardientemente, las cosas estaban yendo bastante peor de lo que habían previsto en un principio. Primero, la no dimisión. Ahora un golpe de escena que era casi un reconocimiento de culpa.

Con esos antecedentes, la vista oral se ha desarrollado con todos los ingredientes previstos. La defensa del fiscal general ha sido firme, los testimonios de varios periodistas han avalado sus tesis, las acusaciones no han conseguido aportar prueba contundente alguna a su causa. La UCO, la policía judicial, tampoco. Y sí ha evidenciado una querencia no precisamente favorable a los intereses de Álvaro García Ortiz.

Llega ahora el momento de la sentencia. Una tarea no fácil dado que el juicio oral no ha proporcionado argumentos sólidos a favor de ninguna tesis. La solución quedará, por tanto, reservada al criterio personal, y posteriormente colectivo, de los jueces. Y no hay duda de que los argumentos políticos tendrán un peso significativo en sus reflexiones.

Condenar al fiscal general con tan pocas pruebas como han aparecido en el juicio podría ser interpretado como que el Tribunal Supremo se ha inclinado a favor de los intereses de la derecha política, golpeando a tal fin al gobierno de izquierdas. Caben dudas de que Manuel Marchena y los suyos estén dispuestos a volver a encaminarse por esa vía en un asunto tan poco claro como este, que podría deparar no pocos problemas en el futuro.

Y más tras de que el Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea acabe de manifestarse a favor de la ley de Amnistía que precisamente esos mismos jueces no quieren aplicar. El riesgo de que un día, puede que no muy lejano, otro tribunal europeo emita un dictamen desfavorable al juicio y a la sentencia sobre el procés, protagonizados también por Marchena, podría disuadirles ahora de mostrarse demasiado duros con el fiscal general añadiendo un nuevo elemento a su imagen de rigidez.