LA secuencia de ver al fiscal general del Estado quitándose la toga negra con escudo y puñetas blancas –aún sentado junto a los representantes del Ministerio público y la Abogacía del Estado, que hacen de defensores– para levantarse y sentarse frente a siete magistrados del Tribunal Supremo en el banquillo de los acusados es un oprobio. Un hecho que daña una institución esencial en una democracia: el baldón de que el máximo responsable de la persecución del delito sea juzgado en el ejercicio del cargo por la supuesta comisión de uno grave: revelar información secreta con tal de ganar un relato político. Y eso sí que está probado, por más borrados que hiciese el acusado, que se enfrenta a una petición de pena de seis años de cárcel.

La perturbadora ignominia no debe ocultar el que es el ve

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