Tras más de diez años sin publicar, el escritor más misterioso (apenas hay una foto antigua de él) de EEUU regresa con 'Shadow Ticket', un thriller con todas sus señas de identidad que ya hemos leído
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Milwaukee, invierno de 1932. La Ley Seca agoniza, Al Capone está en la cárcel y la resaca de los Felices Veinte se ha cobrado el trabajo de millones de personas, muchas de las cuales no pueden permitirse un techo y viven en campamentos chabolistas conocidos como Hoovervilles. Cuando la cosa se complica en la cercana Chicago, sus mafiosos se refugian en esta ciudad en la que nunca pasa nada, famosa por su vida tranquila, sus cervezas y sus quesos.
La ciudad se recuesta junto al lago Michigan, ahora cubierto de hielo. Allí acude todos los días un considerable número de desempleados para perforar su superficie con la esperanza de arrancar algo comestible de las oscuras entrañas del lago. Un día aparece un tipo con pinta de mafioso barato, lleva un paquete envuelto en papel de regalo que hace tick, tick, tick e intenta que su despreocupación no parezca forzada. Por suerte, logra lanzar la bomba por uno de esos pozos de pesca justo antes de que haga ka-boom.
El tipo en cuestión no es un gánster, sino un antiguo rompehuelgas con alma de bailarín reconvertido en detective privado. Se llama Hicks Mctaggart y es el protagonista involuntario de Shadow Ticket, el nuevo libro de Thomas Pynchon, una especie de novela negra con alma de cómic —aún inédita en castellano—, por la que transitan elegantes policías vieneses adictos a la cocaína, oscuros funcionarios del gobierno, espías británicos, vocalistas de jazz, asesinos a sueldo, motoristas transilvanas y un antiguo submarino austrohúngaro que se pasea por el fondo del lago contrabandeando con armas y alcohol.
A Hicks le han dado la bomba dos miembros de la mafia local que han desarrollado un extraño interés por su persona desde que empezara a investigar el paradero de Daphne Airmont, la única hija y heredera de Bruno Airmont —un turbio magnate lácteo de Wisconsin conocido como el Al Capone del Queso—, que se ha fugado junto a un músico de jazz a Centroeuropa.
La búsqueda de la rica heredera de un imperio quesero bastaría para levantar cualquier libro, pero en este tan solo es el aperitivo: Hicks pronto se verá inmerso en una red de dimensiones insondables que lo llevará de Nueva York a los bajos fondos de Croacia mientras fantasea con partidas de bolos y pescado frito. Por el camino, la búsqueda de Daphne se irá convirtiendo en otra cosa, en otras búsquedas y en una huida.
Un silencio de más de 10 años
Pynchon tiene ochenta y ocho años. No publicaba un libro desde Al límite (2013). Un silencio de más de una década en la que EEUU y el mundo han cambiado lo suyo: cada vez se parecen más al universo alucinado y paranoide de sus novelas. Un presidente con aspecto de villano de Batman se dirige a sus ciudadanos a través de una red social llamada VERDAD y millones de personas —seguidoras de una figura misteriosa conocida como Q— creen que existe una élite mundial satánica que dirige el mundo desde las sombras. Es posible que, por eso, a medida que el estado del mundo se oscurecía, sus libros se hayan ido haciendo más accesibles y luminosos.
Porque Shadow Ticket es tan digresiva como de costumbre y contiene muchos personajes —más de cien— que se mueven como los de un episodio del Correcaminos. Pero también es una historia de aventuras que, por momentos, recuerda a un episodio de Tintín o a un libro de Enid Blyton adaptado por Robert Crumb. Los personajes se pegan trompazos y saltan de un país a otro como si bailaran Lindy Hop sobre un tablero de Risk. Está repleta de onomatopeyas.
Pese a su fama de difícil, las novelas de Pynchon son más una celebración del mundo —del acto de narrarlo, de su infinita efervescencia— que una elegía por su declive. Una efervescencia pop que se resiste a ser interpretada, lo que, en una época en la que las novelas vienen explicadas en su nota de prensa, resulta tan refrescante como un trago a un Orange Blossom en un sótano clandestino. En su última novela, aunque es evidente que será su testamento literario, evita caer en los clichés de la Obra de Despedida y propone al lector un último baile a ritmo de jazz. Un baile que no evita el compromiso político, sino que lo representa.
Aunque al principio los nazis de Milwaukee —estamos en los años treinta y el fascismo es la última moda— tienen un aire de opereta (“Somos nacionalsocialistas, ¿no? Pues eso: estamos socializando. Pruébalo, igual te diviertes”), la amenaza de un fascismo que va más allá de los uniformes va impregnando el libro, que poco a poco se va volviendo más profundo y oscuro. Antes de que te des cuenta, lo que empezó como un alocado libro de detectives se ha convertido en un resbaladizo agujero de gusano que se extiende hasta la distopía trumpista en marcha.
'Shadow Ticket' es tan digresiva como de costumbre y contiene muchos personajes. Pero también es una historia de aventuras que, por momentos, recuerda a un episodio de Tintín
Y bajo el hielo, brillan las luces del submarino. También hay, en toda la obra de Pynchon, una genealogía de la resistencia. En Mason & Dixon (1997), los personajes se enfrentan a la idea de una tierra hueca y habitada, que funciona como imagen del espacio oculto de la historia, de lo que late bajo la superficie racional del proyecto ilustrado. Esto anticipa los espacios secretos y submundos que seguirá explorando en Contraluz (2006), donde la ciencia también es un portal hacia lo alternativo, un refugio y un espacio de huida no exento de peligros.
Ingeniero —trabajó escribiendo manuales para Boeing en los sesenta—, en sus obras siempre identifica al capitalismo tecnológico con la vigilancia y el control. Un sistema que envilece a quienes aspiran a dominarlo y margina a los que tratan de resistirse a él. Su última novela parece plantearnos la utilidad de la ficción en el tiempo de la escritura generativa y en los libros confesionales.
El neoyorquino sigue empeñado en no escribir sobre sí mismo. Algo coherente con su aversión a la autopromoción y las fotografías. En una de las pocas que existen, solo vemos su mano haciendo el saludo de la paz desde la oscuridad de una puerta custodiada por su amiga, Phyllis Gebauer, con una piñata con forma de cerdo. Era 1965 y la contracultura había convertido a California en el País de Nunca Jamás con su promesa de utopía impregnada de inocencia. En esa misma casa de Manhattan Beach, al sur de Santa Mónica, escribiría El arcoíris de gravedad.
Eso fue antes de que los rockeros se convirtieran en dioses (hay en esa terca negativa a la autopromoción algo de advertencia contra el culto a la personalidad tan querido en el pop), y el interés por la filosofía oriental se convirtiera en espiritualidad de supermercado. Un derrumbe que él mismo retrató en Vineland, recientemente llevada al cine por Paul Thomas Anderson en Una batalla tras otra. La contracultura murió, pero su espectro sigue recorriendo el mundo como una promesa incumplida. Pynchon, como el último mohicano de una estirpe de chamanes casi extinta, lo sigue invocando para pasarnos el testigo, para que sigamos bailando.
El otro día, la periodista y escritora Ane Guerra se preguntaba en un post de Instagram sobre la omnipresencia de ChatGPT: “No sé por qué la gente está renunciando a la escritura, si es lo más divertido de todo; el proceso, el proceso, el proceso es lo que cuenta, lo que cuesta, ahí está la magia, la gracia, lo que sea, ahí”.
La ficción literaria no sirve para nada ni falta le hace. Al menos no para hacernos mejores personas. Como mucho, puede hacer que dejemos de mirarnos al espejo y nos asomemos por la ventana, donde quizás haya un submarino austrohúngaro en el que refugiarnos. O un tipo con pinta de gánster que lanza una bomba envuelta en papel de regalo antes de que haga ka-boom.

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