Vuelve la indignación y nos hierve la sangre, y no es para menos. Hace solo unos días, la indolencia volvió a vestirse de carrocería enlutando un hogar entero en el barrio Santa Rita, en el sur de Bogotá. Once personas, cuatro de ellas niños, arrolladas por un taxista, supuestamente un prestador de servicio público, que conducía ebrio y a velocidad de la muerte. La escena fue aterradora, sí, pero a muchos nos revolvió las tripas esa sensación de que esa tragedia pudo haberse evitado, porque el dolor que sentimos hoy es el precio de una pregunta que grita al vacío: ¿Dónde estaba el control?

El conductor, que debería haber sido el garante de la vida en la vía, no era un novato irresponsable, sino un reincidente profesional. Este «asesino vial», como bien podemos llamarle, arrastra un prontu

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