Hace un par de años me encontré a un amigo mío, abogado (y muy bueno, por cierto). Andaba abrumado: “Defiendo a una mujer en un caso de divorcio y me ha dicho que si su marido, al que ahora detesta, no se aviene a dárselo todo –y subrayó el “todo”: piso, hacienda, custodia de los niños—, le metíamos una denuncia por violencia de género en el ámbito familiar y le arruinábamos la vida. Que se lo dijese. Ella es de una mujer de una frialdad glacial y está llena de odio, y yo estoy convencido de que el marido es totalmente inocente, pero va a tener que dárselo todo”.

La pregunté si aquel caso de aprovechamiento torticero de una ley (la Ley Integral de Violencia de Género) era una excepción o lo típico. Me respondió que las denuncias falsas en este contexto era el pan de cada día en lo

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